Se considera alimentos funcionales a aquellos que, más allá de su valor nutricional, ofrecen componentes beneficiosos para alguna función específica del organismo, contribuyendo a la prevención de determinados trastornos y promoviendo el bienestar general.

Estos componentes (o nutracéuticos) pueden ser propios de los alimentos -como el licopeno en los tomates o los polifenoles del vino- o, bien, ser adicionados -como los probióticos en leches y yogures, las vitaminas en ciertos jugos envasados, o el ácido fólico en los cereales fortificados.

Para que un alimento califique como funcional, deben confirmarse sus cualidades saludables: por ejemplo, está comprobado que los probióticos mejoran la función gastrointestinal y que los polifenoles neutralizan los agentes oxidantes.

Los alimentos funcionales deben ser complemento de una dieta balanceada y no su reemplazo.